Ronald Reagan y Friedrich August von Hayek |
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Hace algunas décadas se imaginaba el futuro como algo superador del
presente. En los años sesenta y setenta —en plena Guerra Fría— la carrera
espacial, los procesos de descolonización, el Estado de bienestar, la
integración racial en los Estados Unidos, los avances en el derecho
internacional, hacían suponer que el presente se disolvía rápidamente en el
porvenir. Un porvenir considerado venturoso. Entre los elementos que proveía la
realidad y los fuertes resabios del pensamiento positivista, que constituían la
atmósfera intelectual hasta bastante entrado el siglo XX, los sujetos pensantes
se hallaban ciertamente inclinados, muchas veces sin siquiera saberlo, a
adherir a la idea mecanicista de un avance lineal y sostenido en el plano de
las relaciones entre los seres humanos.
“Con los Ojos
del Sur”, columna de opinión emitida el domingo 7 de febrero de 2016.
Esta tendencia se manifestaba en las más diversas áreas.
El estudioso austríaco Karl Polanyi, en su obra maestra "La Gran Transformación ",
publicada en 1944, realiza una dura crítica a la sociedad industrial del siglo
XIX, basada en el mercado. Han pasado más de setenta años desde que Polanyi
formuló esta asombrosamente profética y moderna declaración: “Permitir al mecanismo
del mercado ser el único director del destino humano y de su ambiente
natural... resultaría en la demolición de la sociedad”.
Sin embargo, Polanyi en ese entonces estaba convencido de que tal
demolición ya no podría ocurrir en el mundo de la posguerra. Su mirada
optimista lo llevó a decir “desde dentro de las naciones, estamos presenciando
un desarrollo bajo el cual, el sistema económico no dicta la ley a la sociedad
y se asegura así la primacía de la sociedad sobre ese sistema”.
Por esos años los derechos sociales eran concebidos como una marcha
ascendente, sin retroceso. Nadie dudaba sobre si la salud o la educación eran
un derecho inalienable de todos y cada uno de los seres humanos o un servicio
que debe ser pagado como si fuera una mercancía.
Gran parte de la música, la literatura —especialmente la
latinoamericana—, la plástica, el teatro, el cine, no hacían más que expresar,
sin ingenuidad, ese tránsito hacia un mundo mejor. El papel del arte, como es
lógico, tenía una fuerza mayor que las teorías políticas, puesto que llegaba
más rápido a la población y abarcaba a una porción mayoritaria de ella.
Ni la Iglesia
Católica fue ajena a este movimiento progresista que inundaba
a todo el planeta. El Papa Juan XXIII convoca en la década del '60 al Concilio
Vaticano II y allí se produce una de las mayores transformaciones
experimentadas por el catolicismo desde su existencia.
Cuando parecía que las perspectivas de un mundo mejor se aceleraban aún
más, ya estaba por romper el cascarón una nueva serpiente, que se venía
incubando en el seno de la sociedad mundial desde la finalización de la Segunda Guerra.
Los representantes más regresivos del pensamiento económico comprendían cabalmente
—como no ocurrió con la mayoría de los sectores progresistas— que la fuerza de
las ideas tiene importantes consecuencias.
Partiendo de un pequeño embrión neoliberal en la Universidad de
Chicago, encabezado por el filósofo y economista austríaco Friedrich August von
Hayek y un grupo de discípulos —entre los que se destacaba Milton Friedman—
comenzaron a crear una enorme red internacional de fundaciones, institutos,
centros de investigación, publicaciones, académicos, escritores, periodistas,
con el propósito de desarrollar y promover sostenida e incansablemente sus
ideas y doctrinas reaccionarias y absolutamente minoritarias, en esos tiempos
de auge del keynesianismo.
La tenacidad de este núcleo minoritario se vio favorecida —a mediados de
los setenta— por el inicio de un ciclo de crecimiento más lento e inestable de
la economía mundial capitalista, comparado con la evolución que se había
experimentado en las tres décadas anteriores. La ecuación fue tan sencilla como
perversa: la caída de la tasa de ganancia deber ser compensada con una caída de
la retribución por igual trabajo realizado y por una disminución considerable
de los beneficios sociales adquiridos. Esos que parecían irreversibles.
Por último, la implosión de la Unión Soviética ,
que de soviética ya no tenía nada, y la caída de esa caricatura de socialismo
en los países del este europeo, hicieron el resto para consolidar al
neoliberalismo como supuesto pensamiento único de la sociedad mundial.
Los estragos económico-sociales realizados por el neoliberalismo, sólo
tienen comparación con los que provocó a nivel de los derechos humanos, en el
terreno de la cultura, del derecho internacional y los crímenes y devastaciones
que desencadenó con sus acciones militares.
Se podría decir, sin temor a equivocarse, que esta ideología malthusiana
puso en marcha hacia atrás a la rueda de la historia, generando un proceso
descivilizatorio, de carácter universal, impensado por las generaciones
anteriores. Ni el nazifascismo, con su pensamiento y accionar bestiales, pudo
—por su torpe mesianismo y las limitaciones que les fueron imponiendo las
derrotas militares— lograr el formidable retroceso alcanzado por los seguidores
de von Hayek.
A propósito del nazifascismo, es importante señalar que hay momentos en
los que el capitalismo reniega de sus orígenes liberales. Esto ocurre cuando,
ante una circunstancia determinada que pone en peligro sus ingresos, necesita
adaptar la estructura social de producción para superarla, aunque ello implique
violentar las ideas de libertad política, económica o social.
En síntesis, se podría decir que para el sistema que rige en la mayor
parte del mundo, lo ideal es articular la democracia formal con el mercado,
pero si ello —por alguna razón— no es posible: se suprime la democracia. El
capitalismo es la esencia, la democracia es sólo una de las formas. Este
fenómeno se pudo constatar nítidamente durante la implantación del fascismo en
Italia y el nazismo en Alemania. En estos países, la naturaleza del modo de
producción capitalista no cambió, pero la democracia fue —como todos sabemos—
aniquilada. El neoliberalismo también está emparentado con este concepto,
aunque a la violencia la administra de un modo más pragmático.
La globalización se ha constituido en una etapa imprescindible para la
continuidad del sistema económico imperante. Todo lo que pueda significar un
obstáculo para su desarrollo debe ser destruido. Es así como en estas últimas
décadas se despejaron áreas para el libre comercio de las transnacionales, a
través de presiones políticas y/o económicas sobre gobiernos inmorales, o
directamente se abrieron mercados a sangre y fuego, como en los casos de la ex
Yugoslavia, Afganistán, Irak y Ucrania, entre otros.
En una nueva vuelta de tuerca, ahora el neoliberalismo arremete con el
Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica (TPP, por su
sigla en inglés).
El pasado miércoles 3 de febrero doce gobiernos suscribieron —en Nueva
Zelanda— el mencionado acuerdo, después de ocho años de negociaciones secretas
avaladas por los grupos empresariales que integran estos países, y que pretende
acrecentar el poder de las grandes corporaciones y quitar la capacidad de los
gobiernos y parlamentos para regular los intereses corporativos. Gracias a
Wikileaks, en 2013 se conocieron textos fragmentarios de este acuerdo.
Organizaciones sociales —especialmente de los países afectados— hace un
buen tiempo que vienen denunciando que estas negociaciones emergen como
expresión de la fase más reciente de acumulación capitalista, que trae consigo
la fragmentación de los procesos de producción y la deslocalización de los
distintos segmentos de la producción en diferentes países y regiones en función
de las oportunidades que brindan en materia de aumento de la rentabilidad: sea
a partir del acceso a trabajadores con baja remuneración y cargas sociales, el
acceso a recursos naturales abundantes, la disponibilidad de tecnología con
trabajadores altamente capacitados y la cercanía de los mercados de consumo
según el caso.
El TPP impondrá nuevas normas y regulaciones que restringirían la
posibilidad de decidir soberanamente las políticas que se implementen en cada
país firmante.
El TPP socava la democracia. El llamado derecho de regular está
seriamente restringido. El TPP da a las corporaciones el derecho a demandar a
los gobiernos por las acciones democráticas tomadas en el interés público a
través de una cláusula denominada “Solución de Controversias
Inversionista-Estado (ISDS)” que castiga a los gobiernos que actúan o legislan
en contra de las ganancias de los grandes inversores extranjeros. Esto socavará
la democracia y el estado de soberanía y desalentará activamente a los
gobiernos de perseguir las políticas públicas legítimas y objetivos
regulatorios.
Por ahora se trata de doce estados, liderados por los Estados Unidos y
Japón, a los que se han sumado tres países de nuestra América: México, Perú y
Chile. Si bien ha sido pensado por Washington para acotar el pujante
crecimiento de China, nada indica que quedará reducido al Pacífico.
Con un gobierno neoliberal como el de la Argentina , proclive a la Alianza Pacífico de México,
Colombia, Perú y Chile, todo hace pensar que el combate a este acuerdo
profundamente antidemocrático será también una tarea de nuestro pueblo.