TPP, LA ULTIMA VUELTA DE TUERCA NEOLIBERAL

Ronald Reagan y Friedrich August von Hayek
Por Miguel Angel Ferrari
miguelferrari@gmail.com

Hace algunas décadas se imaginaba el futuro como algo superador del presente. En los años sesenta y setenta —en plena Guerra Fría— la carrera espacial, los procesos de descolonización, el Estado de bienestar, la integración racial en los Estados Unidos, los avances en el derecho internacional, hacían suponer que el presente se disolvía rápidamente en el porvenir. Un porvenir considerado venturoso. Entre los elementos que proveía la realidad y los fuertes resabios del pensamiento positivista, que constituían la atmósfera intelectual hasta bastante entrado el siglo XX, los sujetos pensantes se hallaban ciertamente inclinados, muchas veces sin siquiera saberlo, a adherir a la idea mecanicista de un avance lineal y sostenido en el plano de las relaciones entre los seres humanos. 

“Con los Ojos del Sur”, columna de opinión emitida el domingo 7 de febrero de 2016.
Esta tendencia se manifestaba en las más diversas áreas.

El estudioso austríaco Karl Polanyi, en su obra maestra "La Gran Transformación", publicada en 1944, realiza una dura crítica a la sociedad industrial del siglo XIX, basada en el mercado. Han pasado más de setenta años desde que Polanyi formuló esta asombrosamente profética y moderna declaración: “Permitir al mecanismo del mercado ser el único director del destino humano y de su ambiente natural... resultaría en la demolición de la sociedad”.

Sin embargo, Polanyi en ese entonces estaba convencido de que tal demolición ya no podría ocurrir en el mundo de la posguerra. Su mirada optimista lo llevó a decir “desde dentro de las naciones, estamos presenciando un desarrollo bajo el cual, el sistema económico no dicta la ley a la sociedad y se asegura así la primacía de la sociedad sobre ese sistema”.

Por esos años los derechos sociales eran concebidos como una marcha ascendente, sin retroceso. Nadie dudaba sobre si la salud o la educación eran un derecho inalienable de todos y cada uno de los seres humanos o un servicio que debe ser pagado como si fuera una mercancía.

Gran parte de la música, la literatura —especialmente la latinoamericana—, la plástica, el teatro, el cine, no hacían más que expresar, sin ingenuidad, ese tránsito hacia un mundo mejor. El papel del arte, como es lógico, tenía una fuerza mayor que las teorías políticas, puesto que llegaba más rápido a la población y abarcaba a una porción mayoritaria de ella.

Ni la Iglesia Católica fue ajena a este movimiento progresista que inundaba a todo el planeta. El Papa Juan XXIII convoca en la década del '60 al Concilio Vaticano II y allí se produce una de las mayores transformaciones experimentadas por el catolicismo desde su existencia.

La Guerra de Vietnam; la condena universal a esta agresión imperialista, incluso en los propios Estados Unidos; y, finalmente, la derrota indiscutible de las tropas estadounidenses con la caída de Saigón, el 30 de abril de 1975, marcaron uno de los puntos culminantes de ese presente transformándose vertiginosamente en futuro.

Cuando parecía que las perspectivas de un mundo mejor se aceleraban aún más, ya estaba por romper el cascarón una nueva serpiente, que se venía incubando en el seno de la sociedad mundial desde la finalización de la Segunda Guerra. Los representantes más regresivos del pensamiento económico comprendían cabalmente —como no ocurrió con la mayoría de los sectores progresistas— que la fuerza de las ideas tiene importantes consecuencias. 

Partiendo de un pequeño embrión neoliberal en la Universidad de Chicago, encabezado por el filósofo y economista austríaco Friedrich August von Hayek y un grupo de discípulos —entre los que se destacaba Milton Friedman— comenzaron a crear una enorme red internacional de fundaciones, institutos, centros de investigación, publicaciones, académicos, escritores, periodistas, con el propósito de desarrollar y promover sostenida e incansablemente sus ideas y doctrinas reaccionarias y absolutamente minoritarias, en esos tiempos de auge del keynesianismo.

La tenacidad de este núcleo minoritario se vio favorecida —a mediados de los setenta— por el inicio de un ciclo de crecimiento más lento e inestable de la economía mundial capitalista, comparado con la evolución que se había experimentado en las tres décadas anteriores. La ecuación fue tan sencilla como perversa: la caída de la tasa de ganancia deber ser compensada con una caída de la retribución por igual trabajo realizado y por una disminución considerable de los beneficios sociales adquiridos. Esos que parecían irreversibles.

Por último, la implosión de la Unión Soviética, que de soviética ya no tenía nada, y la caída de esa caricatura de socialismo en los países del este europeo, hicieron el resto para consolidar al neoliberalismo como supuesto pensamiento único de la sociedad mundial.

Los estragos económico-sociales realizados por el neoliberalismo, sólo tienen comparación con los que provocó a nivel de los derechos humanos, en el terreno de la cultura, del derecho internacional y los crímenes y devastaciones que desencadenó con sus acciones militares.

Se podría decir, sin temor a equivocarse, que esta ideología malthusiana puso en marcha hacia atrás a la rueda de la historia, generando un proceso descivilizatorio, de carácter universal, impensado por las generaciones anteriores. Ni el nazifascismo, con su pensamiento y accionar bestiales, pudo —por su torpe mesianismo y las limitaciones que les fueron imponiendo las derrotas militares— lograr el formidable retroceso alcanzado por los seguidores de von Hayek.

A propósito del nazifascismo, es importante señalar que hay momentos en los que el capitalismo reniega de sus orígenes liberales. Esto ocurre cuando, ante una circunstancia determinada que pone en peligro sus ingresos, necesita adaptar la estructura social de producción para superarla, aunque ello implique violentar las ideas de libertad política, económica o social.

En síntesis, se podría decir que para el sistema que rige en la mayor parte del mundo, lo ideal es articular la democracia formal con el mercado, pero si ello —por alguna razón— no es posible: se suprime la democracia. El capitalismo es la esencia, la democracia es sólo una de las formas. Este fenómeno se pudo constatar nítidamente durante la implantación del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania. En estos países, la naturaleza del modo de producción capitalista no cambió, pero la democracia fue —como todos sabemos— aniquilada. El neoliberalismo también está emparentado con este concepto, aunque a la violencia la administra de un modo más pragmático.

La globalización se ha constituido en una etapa imprescindible para la continuidad del sistema económico imperante. Todo lo que pueda significar un obstáculo para su desarrollo debe ser destruido. Es así como en estas últimas décadas se despejaron áreas para el libre comercio de las transnacionales, a través de presiones políticas y/o económicas sobre gobiernos inmorales, o directamente se abrieron mercados a sangre y fuego, como en los casos de la ex Yugoslavia, Afganistán, Irak y Ucrania, entre otros.

En una nueva vuelta de tuerca, ahora el neoliberalismo arremete con el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica (TPP, por su sigla en inglés).

El pasado miércoles 3 de febrero doce gobiernos suscribieron —en Nueva Zelanda— el mencionado acuerdo, después de ocho años de negociaciones secretas avaladas por los grupos empresariales que integran estos países, y que pretende acrecentar el poder de las grandes corporaciones y quitar la capacidad de los gobiernos y parlamentos para regular los intereses corporativos. Gracias a Wikileaks, en 2013 se conocieron textos fragmentarios de este acuerdo.

Organizaciones sociales —especialmente de los países afectados— hace un buen tiempo que vienen denunciando que estas negociaciones emergen como expresión de la fase más reciente de acumulación capitalista, que trae consigo la fragmentación de los procesos de producción y la deslocalización de los distintos segmentos de la producción en diferentes países y regiones en función de las oportunidades que brindan en materia de aumento de la rentabilidad: sea a partir del acceso a trabajadores con baja remuneración y cargas sociales, el acceso a recursos naturales abundantes, la disponibilidad de tecnología con trabajadores altamente capacitados y la cercanía de los mercados de consumo según el caso.

El TPP impondrá nuevas normas y regulaciones que restringirían la posibilidad de decidir soberanamente las políticas que se implementen en cada país firmante.

El TPP socava la democracia. El llamado derecho de regular está seriamente restringido. El TPP da a las corporaciones el derecho a demandar a los gobiernos por las acciones democráticas tomadas en el interés público a través de una cláusula denominada “Solución de Controversias Inversionista-Estado (ISDS)” que castiga a los gobiernos que actúan o legislan en contra de las ganancias de los grandes inversores extranjeros. Esto socavará la democracia y el estado de soberanía y desalentará activamente a los gobiernos de perseguir las políticas públicas legítimas y objetivos regulatorios.

Por ahora se trata de doce estados, liderados por los Estados Unidos y Japón, a los que se han sumado tres países de nuestra América: México, Perú y Chile. Si bien ha sido pensado por Washington para acotar el pujante crecimiento de China, nada indica que quedará reducido al Pacífico.

Con un gobierno neoliberal como el de la Argentina, proclive a la Alianza Pacífico de México, Colombia, Perú y Chile, todo hace pensar que el combate a este acuerdo profundamente antidemocrático será también una tarea de nuestro pueblo.