Friedrich August von Hayek |
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La virulencia derechista —no carente de
significativas torpezas— de la gestión del presidente Mauricio Macri, han
colocado a la Argentina
en el escenario internacional como el modelo más depurado de retroceso
económico, político y social de América latina, aunque también sus
repercusiones llegan más allá de nuestra región.
“Con los Ojos
del Sur”, columna de opinión emitida el domingo 21 de febrero de 2016.
Nuestro amigo y colaborador de Hipótesis,
el profesor estadounidense James Petras, acaba de publicar un trabajo titulado
“Epílogo: la Argentina al final del
post neoliberalismo y el ascenso de la extrema derecha”. En este análisis sobre
el presente de nuestro país, se destaca el concepto de la brutal lucha de
clases desatada por la derecha argentina contra los trabajadores y la inmensa
mayoría del pueblo.
El viraje del gobierno macrista en
política internacional, ha regresado a nuestro país —con relaciones carnales,
maduras o seniles— a la habitación de servicio del imperio.
En su afán de mostrarse neutro en materia
ideológica, como si ello fuera posible, el gobierno de Macri llama a
“desideologizar” el accionar ciudadano, bajo una pretendida pátina de
pragmatismo político.
En julio de 2004, opinábamos en esta
columna bajo el título “La libertad, el
mercado y el profesor Hayek”.
Hoy, a casi doce
años de esa nota editorial, regresamos a sus tramos más significativos para
entender que en el lenguaje neoliberal “desideologizar” significa —lisa y
llanamente— imponer una sola ideología: el pensamiento único de las clases
dominantes, el pensamiento hegemónico diría el político y filósofo italiano
Antonio Gramsci.
Gran parte del andamiaje neoliberal se
apoya en el pensamiento del economista austríaco Friedrich August von Hayek, a
quien sus discípulos le atribuyen una intensa pasión por la libertad. La
libertad, para Hayek, consiste en un “estado, en virtud del cual un hombre no
se halla sujeto a coacción derivada de la voluntad arbitraria de otro u otros”.
También describe a la libertad como “independencia frente a la voluntad
arbitraria de un tercero”.
Hasta aquí podríamos convenir que su
definición, no muy original, está encuadrada dentro de los valores alcanzados
por el pensamiento universal. Pero, si avanzamos un poco más en el cuerpo de
ideas que sustentan al modelo económico expresado en el Consenso de Washington,
que ha sembrado penurias sobre centenares de millones de seres humanos, nos
encontramos con una perla que nos permitirá comprender mejor el accionar de los
discípulos de Hayek, especialmente de aquellos que se sientan en los mullidos
sillones del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, de la Organización Mundial
de Comercio y ahora junto al perro Balcarce, en la Casa Rosada.
Profundizando en el tema de la libertad,
Hayek considera que “el problema consiste en que numerosas libertades
carecen de interés para los asalariados, resultando difícil frecuentemente
hacerles comprender que el mantenimiento de su nivel de vida depende de que
otros puedan adoptar decisiones sin relación aparente alguna con los primeros.
Por cuanto los asalariados viven sin preocuparse de tales decisiones, no
comprenden la necesidad de adoptarlas, despreciando actuaciones que ellos casi
nunca necesitan practicar”.
Vayamos por partes,
dice Hayek “el problema consiste en que numerosas libertades carecen de interés
para los asalariados…”. En este punto —y sin generalizar— podríamos convenir
con el economista austríaco que tiene razón. El centro de la cuestión consiste
en interrogarnos sobre el por qué de esa carencia de interés.
En una
oportunidad el sacerdote Edgardo Montaldo, que durante décadas atendió un
comedor popular en el barrio Ludueña de Rosario, le contaba a Hipótesis que al
salir a sacar los residuos del mencionado comedor se encontró con un cartonero,
con quien mantuvo un diálogo sobre el papel de la Iglesia Católica
en relación con el Estado. “Padre —le dijo el cartonero— los problemas
comenzaron con el emperador Constantino”, aludiendo al gobernante romano que
adoptó el cristianismo como credo oficial del imperio y con ello, suscitó las
primeras contradicciones entre los más necesitados y la religión que —desde ese
momento— se hallaba apegada al poder.
¿Cuántos
cartoneros realizan estas reflexiones de manera cotidiana? ¿Cuántos cartoneros
disponen de la tranquilidad suficiente, para discurrir en razonamientos que
vayan más allá de la necesidad de obtener la subsistencia diaria para su
familia?
¿A cuántos
compatriotas reducidos a la miseria se les brindó la posibilidad de acceder a
una formación mínima, como la que probablemente dispone el cartonero que
dialoga con el padre Montaldo sobre el Imperio Romano?
Si bien el
académico austríaco habla de asalariados y no de excluidos (uno de los
resultados prácticos de su teoría), podemos perfectamente incorporar a los
asalariados a esta situación de precariedad, máxime en estos momentos en que el
ajuste macrista pone en peligro las fuentes de trabajo.
Muchas
libertades, profesor Hayek, “carecen de interés —como usted dice— para los
asalariados” simplemente porque no las conocen. Y, no las conocen porque el
trabajo en este sistema social tiene un carácter embrutecedor, aunque se trate
de una labor calificada. El asalariado no solo es explotado, es decir no
retribuido materialmente por el total del trabajo realizado, sino que además se
halla desposeído de lo que produce. Un trabajador de la carne —para dar un
ejemplo— no lleva a su mesa los mejores productos que manufactura, un albañil
no vive con el confort de las casas que construye.
Entonces,
frente al concepto liberal de la libertad, resulta oportuno recordar otra
definición. Para el marxismo la libertad es el conocimiento de la necesidad.
Cuando los asalariados comienzan a conocer cuales son sus necesidades; esto es,
cuando descubren que tienen los mismos derechos para satisfacer sus necesidades
que sus empleadores, en ese preciso momento están ampliando el círculo de su
libertad. Aunque no puedan disfrutarla plenamente, saben que les pertenece y
dispondrán en consecuencia de mayor voluntad para luchar para alcanzarla
plenamente.
Cuando Hayek
dice que resulta “difícil frecuentemente hacerles comprender que el
mantenimiento de su nivel de vida depende de que otros puedan adoptar
decisiones sin relación aparente alguna con los primeros”; lo que está
pretendiendo, en rigor, es que la mayoría de la población acepte alegremente
las políticas que les acarrearán sus penurias.
“¡El
empobrecimiento del individuo, ‘libremente consentido’, se hace pasar por
libertad suprema!”, señala el sociólogo francés Henri Lefebvre, cargando
las tintas contra las mentiras del capital.
La libertad
suprema, en el pensamiento real de Hayek, se halla en manos del mercado. Para
ser más precisos: se halla en manos de la ínfima minoría que dispone de los inmensos
recursos económicos expropiados durante décadas y siglos a la sociedad. Es por
ello que, cuando Hayek manifiesta que no existe ningún método conocido, fuera
del mercado competitivo, que permita obtener a los actores el mayor producto
posible para la comunidad; en realidad lo que quiere decir es que es el capital
—y no los trabajadores— el que produce la riqueza y que los encargados de
distribuirla deben ser los poseedores de esas riquezas. Esta fórmula ya logró
el “éxito” de excluir a seis mil millones de pobres e indigentes del planeta
Tierra.
Algunas veces
ciertos dirigentes del establishment internacional se permiten decir con
cinismo lo que en realidad piensan. Estas actitudes nos permiten conocer el
verdadero sentido de las cosas. Una contribución en tal sentido la proporcionó
el ex secretario de Estado de los Estados Unidos, Colin Powell, cuando afirmó:
“Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar a las empresas norteamericanas, el
control de un territorio que va del polo Artico hasta la Antártida , libre acceso,
sin ningún obstáculo o dificultad, para nuestros productos, servicios,
tecnología y capital en todo el hemisferio”. Esta es la mejor traducción
respecto de la actitud distributiva de los mercados, expresada por el teórico
Hayek.
“Durante siglos
—señaló el General Ulysses Grant, jefe de los ejércitos nordistas durante la Guerra de Secesión y luego presidente
de los Estados Unidos entre los años 1869 y 1877—… durante siglos Inglaterra se
apoyó en el proteccionismo, lo apoyó hasta límites extremos y logró resultados
satisfactorios. Luego de dos siglos, consideró mejor adoptar el libre cambio,
pues pensó que el proteccionismo ya no tenía futuro. Muy bien, señores, el
conocimiento que yo tengo de nuestro país me lleva a pensar que, en doscientos
años, cuando los Estados Unidos hayan sacado del proteccionismo todo lo que él
puede darles, también adoptará el libre cambio”.
El macrismo
pretende desideologizar, para encubrir su propia ideología.