Por Eduardo Aliverti
eduardoaliverti@fibertel.com.arSi hablamos de datos firmes, específicos, irrebatibles, en cuanto a la oleada de extorsión policial y violencia consecuente, las certezas son escasas. Aun así, es factible trazar algunos ejes analíticos de los que puede estarse seguro porque, a mayor confusión e incertidumbre, siempre están para ayudar ciertos aspectos elementales del pensamiento y accionar políticos. Que implementarlos no sea nada sencillo es otra cosa.
"Política Nacional", columna de opinión emitida en "Hipótesis" el lunes 16 de diciembre de 2013.
Se sabe que todo comenzó en Córdoba, pero el vértigo de los acontecimientos
parece transformar a ese inicio en un episodio lejano. Es necesario volver allí, porque el
modo en que se resolvió el conflicto de origen determina una parte enorme de lo
extendido por casi todo el país. Y más todavía: de lo que es imperioso tener en cuenta
para una observación global de aquello que está en juego. El proceder del gobernador
cordobés fue poco menos que inenarrable. Una semana antes -dos, como mucho- de la
precipitación de los sucesos, la Córdoba bien informada estaba al tanto de un clima
potencialmente explosivo en la relación gubernamental con cúpula y subalternos
policiales. Así fue corroborado en varias fuentes, a las que Casa Rosada y la prensa de
alcance nacional no prestaron atención (pongámoslo en primera persona: no
prestamos) porque al tratarse de una provincia que ocupa centro geográfico pero no
político… se produce relajamiento. Es clarísimo, de todos modos, que la primera
irresponsabilidad corresponde al “cordobesista” De la Sota, quien estaba de viaje
irrelevante en Panamá cuando lo sorprendió la peripecia. Si es por desde ese momento
hacia delante, y con todo el respeto a que obligan muertos, heridos, comerciantes
despojados, lo que siguió es de Woody Allen. El gobernador tuvo que volver de sopetón
pasada la medianoche, y aprovechó la madrugada para reclamar por twitter que la
Nación le mandara gendarmes con urgencia. A las horas, en otra actitud que no debe
tener antecedentes mundiales, ventiló en un comunicado teléfonos particulares del jefe
de Gabinete nacional, a los que según él hizo llamar sin descanso ni resultado. Es difícil
establecer las proporciones de lo más grave o papelonesco: que recurra a semejante
procedimiento botón o que tenga mal los teléfonos. Mientras tanto, la capital cordobesa
entregaba imágenes escalofriantes y De la Sota se rindió sin condiciones. Ni una sola.
Amnistió a los sublevados y les concedió cuanto querían, al punto de ni siquiera
negociar algún peso menos de lo que reclamaban como incorporación al salario básico.
Se los triplicó, junto con un plus de mil pesos para los agentes de calle y un aumento
del 52 por ciento en los adicionales.
¿Cuánto había que esperar para que el ejemplo de tamaña impericia, al frente de
una gobernación, estimulase la metástasis? La respuesta es obvia. Pero debería ser más
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obvio mirar desde el umbral explícito hacia unos meses atrás, cuando una investigación
periodística local reveló el andar conjunto del narcotráfico y las autoridades de
“seguridad” cordobesas. Eso conllevó el degüello de los jefes del área, en la única
provincia que tenía un policía al frente del ministerio respectivo. Si se quiere ser algo
indulgente con De la Sota, en el sentido de que tomó nota y descabezó, el juicio que
merece es igualmente lapidario. No dispuso de plan B para enfrentar la reacción de los
afectados. El período que va entre la liquidación de la jefatura policíaca cordobesa y el
autoacuartelamiento de la tropa es, prácticamente, el mismo que separa a estar
cobrando con tranquilidad de la caja del crimen narco y registrar que los ingresos de
esa procedencia se vieron perjudicados. Tomás Méndez, el colega de los servicios
radiotelevisivos (SRT) de la Universidad Nacional de Córdoba que destapó la
complicidad del poder político con la narcopolicía, lo resumió sin ambages: los polis
dejaron de cobrar el ingreso de tráfico de drogas y adyacencias. Descubrieron de golpe
que el salario básico era una miseria. Hay al respecto una referencia muy interesante.
La Comisión de Libertad de Expresión de la Cámara de Diputados cordobesa, que
incluye parlamentarios del Frente para la Victoria, el radicalismo, el Frente Cívico, el
Gen y el PRO, había respaldado la labor del periodista junto con el rechazo a las
amenazas sufridas por él y su familia. Eso fue el 18 de noviembre pasado y expresó la
temperatura que se vivía en los ámbitos provinciales. Casi enseguida saltaría la térmica,
mientras De la Sota andaba de compras por el freeshop panameño. Acaso, algunos de
los detalles de este repaso narrativo pueden sonar frívolos o apenas anecdóticos. Como
fuere, sirven a los efectos de advertir que lo complaciente, ingenuo o cómplice de la
inacción oficial, provincial, (“cordobesística”, diría De la Sota), promovió el contagio. Y
ya no es sola cuestión de las policías distritales. El resto de los gobernadores cercados
también consintió los requerimientos de la patoteada y ahora se vienen encima todos
los gremios estatales, en comprensible exigencia del “piso” reclamante que De la Sota
le habilitó a su policía convirtiéndolo en efecto dominó.
La violencia y los saqueos, que quedan lejísimo de ser emparentables con estallido
social, tuvieron todas las características de zonas liberadas por las propias fuerzas de
“seguridad” y del uso de las pandillas cautivas que responden a sus negocios. Hay
algunos oficiales señalados aunque, desde ya, si algo no abunda en estos casos es la
probabilidad de comprobaciones fehacientes. En cualquier hipótesis el daño fue objetivo
e inmenso, tanto porque fallaron las áreas de inteligencia que no previeron el desmadre
como por haber cedido a la extorsión pistolera. Podrá concederse que ya desatados los
hechos debía llegarse a algún arreglo en forma urgente, pero la herida puede ser
irreparable si además, en corto plazo, no se procede a la sanción de la cadena de
responsabilidades. La Justicia podría establecer culpas delictivas, pero los tiempos de la
acción política deben ser otros si no se quiere que la imagen final sea de impunidad.
Cuando haya pasado la tormenta deben caer todas las cabezas que hagan falta, en la
medida de que después se complemente con un seguimiento obsesivo del destino de
los descabezados. Una pregunta que jamás encuentra respuesta institucional es dónde
va a parar el grueso de quienes son apartados de sus funciones. En, sobre todo, las
etapas de León Arslanián y Nilda Garré al frente de los organismos de seguridad, se
produjeron purgas policíacas que se cuentan de a centenares. ¿Se hace inteligencia
sobre las andanzas de esa muchachada?
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Al margen de lo que significó puntualmente la ineptitud del gobernador cordobés,
su lamentable ejemplo es aplicable a consideraciones mayores. Una policía mal paga
deriva en un modelo perverso, sistémico, por el cual es norma aceptada que les dejan
manejar cajas sin control a cambio de cumplir con sus deberes represivos. Para peor,
como se constata no sólo localmente, la pérdida de influencia de los cuerpos militares
da paso al surgimiento de la policía como factor de presión. Y para peor de peor, de
una policía estrechamente ligada al narcotráfico. Es aceptable que en Argentina no
podría hablarse todavía de un “partido” policial, y eso conduce a otras estimaciones
sobre lo sucedido en estas semanas. Según la opinión de quien firma, los hechos no
nacieron de algún tipo de conducción articulada sino de una combustión inorgánica,
focalizada, en la que se entraman, sí, las fuerzas policiales y el narco, aunque tampoco
en condiciones emparejantes. No es lo mismo la policía cordobesa o la santafesina que
la de Catamarca, La Rioja o Neuquén. Unas funcionan con los crímenes de drogas como
ostensible e inmenso ingreso dinerario principal; otras con cajas más repartidas entre
“menudeos” varios. Y si es por la tropa de rango más bajo, todas funcionan con
condiciones de vida nada envidiables y, por lo tanto, con carácter de corrupción y
amenaza permanentes porque son la policía, no los docentes o un empleado público
común. Sin embargo, sería reduccionista concentrar el problema en la gente con ese
uniforme. Bien que al respecto tampoco hay probanzas, es presumible la intervención
de punteros, algún político de la oposición que silbó bajito y otras faunas que, se
insiste, no constituyen alto bardo inteligenciado. Lo que sí está claro es que la policía o,
mejor, las policías, así como están conducidas, forman parte del problema y no de la
solución. Ni el gobierno nacional, ni muchísimo menos los provinciales, han tenido una
política coherente sobre cómo tripular esta problemática. En realidad, los provinciales sí.
Directamente, se entregan a negociar. Y a formar parte de los negociados criminales.
La gestión nacional tiene por lo menos algunas líneas rectoras que no son menores,
aunque salte de Garré a Berni: hace respetar a rajatabla la orden de no reprimir las
protestas públicas, avanza en la designación de funcionarios y creación de
dependencias para luchar contra el narco; y la Federal no será una joyita pero,
convengamos, al cotejarla con la estructura mafiosa de las demás parecería la policía
sueca.
Finalmente, estará en danza lo de siempre. La puja distributiva, cómo se generan
ingresos desde un orden productivo más eficaz y a quiénes se afecta para priorizar un
reparto más equitativo de la riqueza. El Gobierno venía de recuperar el centro de la
escena e, influjo de los diciembres argentinos aparte, le sale el grano de este clima
enrarecido que algunos despistados, trastornados y operadores intentan relacionar con
el 2001.
Casualidad o no, conducción centralizada de estos incendios o “simple”
inflamación desarticulada, la cosa sigue siendo la complejidad de las variables y la
sencillez de no confundirse de enemigo.